Comitán es reconocido en Chiapas por su rica gastronomía. Mucho tiene que ver esto con que a pesar de los embates de la globalización en las costumbres alimenticias actuales, la cocina comiteca guarda celosamente los secretos centenarios de quienes han velado esta longeva tradición culinaria. De mucha gente en distintos puntos de la geografía chiapaneca he escuchado que asocian su posible visita a Comitán a la deliciosa comida que ahí se puede disfrutar.
De inmediato se oye en voz de los probables visitantes a Comitán su añoranza por una butifarra, un pan compuesto, un atolito de granillo; o bien, su voluntad de venir a estas tierras a degustar un hueso asado, un cocidito de res o un espinazo de cerdo con chaya, comidas que culminan con su respectivo postre: un salvadillo con temperante, una tableta de manía o un delicioso chimbo.
Los comitecos nos sentimos orgullosos de ofrecer a quienes nos visitan los platillos que de nuestras cocinas salen deliciosamente sazonados; aderezados de los muy particulares productos locales en cuya ars combinatoria participaron durante décadas nuestras abuelas y madres. Esa cocina recibió el legado de dos vertientes principales, la tradición prehispánica, indígena, con los elementos autóctonos, endémicos, y la cocina española que vino con los primeros colonizadores hispanos en el siglo XVI, quienes llegaron con la retahíla de insumos a cuestas, los cuales cobraron aquí carta de ciudadanía: cerdo, algo “más vaca que carnero” –como dijera Cervantes en El Quijote–, ganado caprino, los cítricos, las especias que provenían tanto de Oriente como de la Arabia de Las mil y una noches, para enriquecer los aromas y sabores locales, todo lo cual al paso de los siglos desembocó en una exitosa simbiosis culinaria local.
Desde los tiempos prehispánicos el valle de Comitán ha sido lugar de confluencias. Grupos humanos que por motivo de comercio o por guerras de conquista atravesaron el área provenientes de los rumbos del Golfo de México –los olmecas– hacia la región maya de la actual Guatemala, o hacia Izapa y Pueblo Viejo en la costa del Soconusco, y a la inversa. El valle de Comitán era también puerta de entrada a la Selva Lacandona y al área de las grandes ciudades estado de las tierras bajas: Toniná, Palenque, Yaxchilán, Bonampak, Tikal, entre otras.
No podríamos negar dos productos que son la base de la alimentación prehispánica: el maíz y el frijol, acompañados desde siempre por el cacao, esa semilla de dioses con la que se prepara el chocolate. Pero también deben tomarse en cuenta muchos otros productos prehispánicos: amaranto, chía, pepita de calabaza, chayote, tomatillo verde, jitomate, cueza, flores, cientos de variedades de chile, vainilla, achiote, hongos comestibles –chiquintaj–, quelites, chipilín, pacaya, flor de calabaza, chilca, quintoniles, miel de abejas silvestres, miel de maguey, carne de mamíferos, aves, reptiles –armadillo, venado, tlacuache, conejo, iguana, tejones, sasbenes, jabalí, culebra, peces–, tuna, papaya, zapotes, chulul, insectos como el caso del tzizim que aún prevalece, el pulque, el aguamiel, la taberna, por citar tan sólo algunos de los más de 100 productos de la cocina prehispánica.
Aquella riqueza alimentaria precolombina se vio enriquecida con la llegada de la cocina mediterránea a estos lares traída a cuestas por los conquistadores españoles. A partir de principios de 1528, cuando Pedro de Portocarrero –soldado de Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala– fundó San Cristóbal de Los Llanos en el valle de Comitán –el primer establecimiento hispánico en territorio chiapaneco– luego de haber participado en la erección de Santiago de los Caballeros –Antigua Guatemala–, llegó también un torrente de productos con cuyos caudales se inició la cocina mestiza: ganado porcino, vacuno y caprino, especias, frutos y legumbres, entre otras cosas. Pero la cocina de los conquistadores fue también, a su vez, atraída por los insumos locales, y dio origen a una creación nueva, a otros platillos, y formas de preparar los ingredientes, mezclarlos, sazonarlos, aderezarlos, para presentar sobre la mesa un manjar diferente, exultante de aromas y sabores locales combinados con los que vinieron de allende los mares.
A partir de aquel momento las haciendas dominicas cultivaron exitosamente trigo en abundancia –hubo molinos cuyo recuerdo quedó registrado en documentos de la época–, enormes extensiones de maíz, y fue proverbial –Thomas Gage lo indica en su visita a esta zona– la gran cantidad de ganado vacuno en dichas propiedades dominicas, trigo y maíz que en abundancia iban a parar a las cocinas de la región.
La actual gastronomía comiteca se vio también enriquecida, a lo largo del tiempo, con las aportaciones que viajeros y nuevos residentes procedentes de otros países y regiones sacaron de sus bolsas de viaje, de su bagaje culinario: árabes, alemanes, franceses, norteamericanos, sudamericanos y demás infatigables migrantes venidos de todo el mundo.
En este ir y venir de nuestra gastronomía hay dos cosas evidentes: una, que hay productos endémicos que dan una nota especial a la cocina comiteca, que la hace sui generis y, segundo, que por encima de fronteras decididas por necesidades políticas que pasan por encima del sustrato cultural más profundo de los pueblos, podría hablarse de la comiteca como de una cocina netamente centroamericana, obedeciendo a su origen histórico. Recordemos que Chiapas fue parte de la Capitanía General de Guatemala hasta ya iniciado el siglo XIX, y las costumbres y tradiciones de los pueblos no se anulan por decreto. Basta darse una vuelta en la actualidad a ese país centroamericano para comprobar que hay comidas que de manera sorprendente nos identifican y nos permiten reconocernos como viejos familiares que han dejado de frecuentarse pero que mantienen en lo subterráneo ciertos comunes denominadores que los emparentan.
Para ejemplo basten la similitud entre el atole de maíz que ellos preparan, muy parecido al jucuatol nuestro, hecho a base de maíz amarillo agrio, o los rellenitos de plátano con frijol. O en el caso de la repostería, cocadas y nuégados de similar manufactura y sabor.
La vecindad por supuesto, el constante intercambio por motivos geográficos, que también se refleja en nuestra forma de hablar, del voseo que obedece a un estadio de la lengua que se detuvo y hasta muy recientemente comenzó, con la influencia de los medios masivos de comunicación, a retomar su camino hacia el tú en vez del vos, como ocurrió en el resto del país.
Esta voluntad un tanto tradicionalista, conservadora de su cultura, que distingue a los comitecos, es lo que ha permitido también salvaguardar gran parte de nuestro patrimonio, principalmente el que tiene que ver con lo gastronómico. No sé si aún ocurra entre los jóvenes estudiantes, pero en nuestra época cada quien llevaba consigo al regreso de las vacaciones para reintegrarnos a los estudios en las universidades de la ciudad de México, Puebla, Guadalajara, Monterrey, una “cajita” con el consabido queso, frijol coloradito, temperante, pan, dulces, tostadas, chorizos, longanizas, butifarras, como una manera de llevar consigo parte de su terruño y de sus afectos en la comida. Un atavismo quizá tribal pero que de alguna manera nos permitía hacernos acompañar de las ensoñaciones provocadas por nuestro clan, la gens comiteca.
Y no se diga que los comitecos estamos exentos de esas preocupaciones que tienen que ver con lo dietético y una figura esbelta; en parte sí, pero o nos esforzamos por cuidar la salud con ejercicio –las calles de subidas y bajadas constantes mucho ayudan– o de plano aceptamos unos kilitos de más a cambio de no cerrarnos totalmente a la posibilidad de disfrutar el rico pan que se elabora tradicionalmente en los diferentes barrios, un chicharrón de hebra en el desayuno, con su respectivo atole o chocolate artesanal y, por qué no, una suculenta comida al mediodía en la que se incluye como platillo fuerte una rica chanfaina o un bien servido plato de estofado de cerdo con arroz y sus hojas de lechuga y rábanos, platillo sincrético de esa amalgama de cocinas que mencionamos: el cerdo y las lechugas tanto como el arroz, venidos de Europa y Asia, pero los condimentos del recaudo, estrictamente prehispánicos, son una muestra del mestizaje culinario experimentado en cada platillo con el paso de los tiempos.
Por fortuna, aunque con los años uno va disminuyendo la abundancia en la ingesta de la comida, todavía podemos disfrutar en la actualidad de vez en vez de esas viandas memorables que de niños degustamos en la casa materna: el picadillo de res, la lengua en pebre, lengua de res baldada, las albóndigas en caldo con su relleno de huevo duro, la pierna mechada, el lomo de cerdo relleno o un pollo con pepita de calabaza, acompañado del chile al pastor, una modalidad de salsa preparada con naranja agria, chile crespo, cebolla, perejil, sal de grano y agua caliente.
La preparación de una buena jornada gastronómica no puede estar exenta del primer requisito primordial: la visita obligada, mañanera, al mercado de Comitán, tanto al mercado viejo como le llamamos, el Primero de Mayo –antañón edificio porfiriano edificado en 1901, aportación local a los festejos del Centenario–, al cual esperamos verlo convertido algún día no muy lejano en lugar ad hoc para expender en sus cocinas la comida comiteca –a semejanza del oaxaqueño–; o la visita a la Central de Abastos, rebosante de productos, mercaderías y variadas voces que nos sorprende siempre con alimentos inimaginables como la yuca y la malanga –caribeñas– que se cultivan ya en la región de la selva y que con seguridad comenzarán a ser parte de la cocina comiteca en constante transformación.
Mejor si se trata de un sábado, cuando de las inmediaciones concurren los campesinos a traer a la venta sus mercaderías multicolores, multiaromáticas, de sabores diversos. El mercado cobra entonces características de enorme alhóndiga con sus diferentes tipos de frijoles y chiles, además de los consabidos huevos de rancho, hongos silvestres, plátanos de distintas variedades, cueza, ajopuerros, chicharrones tanto de cáscara, como de hebra, y múltiples maravillas que en conjunto y bien mezcladas y sazonadas, gracias a la alquimia de las dueñas de la cocina, son convertidas en suculentos bocadillos.
No se puede, sin embargo, dejar de mencionar los tsolitos de la región de Yalhumá –una variedad de calabacitas dulces–; las hortalizas de la región del río Grande, los duraznos priscos y melocotones –para hacer conservas o dulcificar el áspero sabor del comiteco, el aguardiente local de agave– de San Francisco y Yaltzí, las aves de corral y el ganado vacuno provenientes de la región de los Lagos, las mazorcas de Juncaná cuyo descomunal tamaño le ha ganado premios nacionales y desde la época del virreinato se registra mención de que llegaban a medir dimensiones insospechadas como en ningún otro punto; por otro lado están los productos agrícolas endémicos como el nantserol, un fruto rojo de sabor exótico; el chulul, una variedad de zapote de color amarillo que además de disfrutarse de manera natural ha dado pie a una abundante repostería encabezada por los pays y mousses; el frijol coloradito y, por supuesto, esa moneda de cambio tan apreciada en la antigüedad prehispánica que llegó en un breve lapso a las mesas del mundo y que las principales cortes europeas elogiaron y disfrutaron desde los inicios del siglo XVII: el cacao, con el que se sigue preparando de manera tradicional el chocolate casero en múltiples cocinas comitecas.
Así como los señoriales edificios que conforman la arquitectura comiteca están a la vista, así ese patrimonio intangible que es la cocina de la región se ha construido en un edificio igual o más resistente al embate del tiempo, partícipe de aventuras y audacias gustativas y una serie interminable de combinaciones mágicas para brindar a nuestros comensales, una tras otra, sorpresas inenarrables pero gustosamente disfrutables en la mesa de nuestro poblado.
En tiempos en que el orbe camina hacia la homogeneización de los gustos, regido por la fast food o comida rápida, en Comitán ponemos a la disposición de nuestros visitantes todo este caudal de tradición culinaria que le da una diferenciación especial a nuestra cocina, legado heredado tras generaciones de sabias cocineras que han convertido una actividad necesaria, la preparación de la comida, en un producto cultural inigualable.
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Luis Armando Suárez Argüello, Los sabores de Balún Canán en Chiapas, viaje culinario. Secretaria de Turismo de Chiapas, 2014.